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RODAJE DE "SIETE AÑOS EN EL TIBET"

 


Cuatro días en La Plata: la inolvidable visita de Brad Pitt

El periodista Rafael Labourdette relató en un libro su experiencia como extra en las escenas de la película filmada en la estación de trenes en enero de 1997.

Corrió rapidito las seis cuadras hasta la casa de su amiga de toda la vida. Patricia sabía que desde hacía bastante la familia de Agustina no compraba diarios ni podía darse el lujo de abonarse al cable; la radio les había quedado como único recurso informativo por las mañanas, siempre matizada con los tangos compadritos que le gustaba escuchar al padre mientras se afeitaba y esperaba que se calentara el agua para el mate. Temía que hubiesen pasado la información y el hombre no le hubiera prestado mayor bolilla, ansioso por enterarse del sorteo de la quiniela nocturna y el pronóstico del tiempo. Ella quería darle personalmente la noticia y de algo estaba muy segura: Agustina dormía plácidamente, a pesar del calor impiadoso que cada diciembre abraza a la ciudad para no soltarla hasta fines de abril. Con su movimiento de pueblo grande y una modorra de ciudad a medio camino, las madrugadas veraniegas de La Plata tienen brillo y olor especiales. El sol puede ensañarse con apurados y noctámbulos como si fuese el del mediodía y algún aroma a tilo que se niega a desaparecer retempla el ánimo mientras se espera el micro hojeando el diario o se toma el café con leche completo antes de levantar las persianas del negocio.




Pero por más que le aconsejaran las virtudes de un madrugón, a Agustina nunca le gustó que la despertaran tan temprano, y menos de vacaciones, a no ser por causas de fuerza mayor. Recordaba bien la vez en que casi todo el barrio adolescente tomó el tren de las seis y pico para hacer la cola de los Rolling, en River. Todo era sueño y rock and roll, las banderas y las viandas flameaban por el andén mientras Ramiro la ayudaba a treparse al último vagón, dormida y transpirando como si fuese Mick Jagger después de tres funciones seguidas. Pero también tenía muy en claro su andar errático y desganado cuando a esa misma hora, pero en junio, dibujaba en el aire la cara de Ramiro y aparecía la vieja de matemática en la fría primera hora. Pero vaya si la buena nueva que le llevaba Patricia no merecía el insomnio eterno: Brad Pitt, el mismo rubio de cara perfecta que trabajó en Pecados capitales, Thelma y Louise y Enemigo íntimo, venía a La Plata.

—¿Estás loca vos? ¿Para qué?—, bostezó Agustina, con los codos sobre la almohada.

—Parece que falta una parte de una película que filmó en Mendoza y eligieron la estación de 1 y 44 para terminarla. Llega a mediados de enero—, replicó jadeante Patricia.

Se abrazaron. Cuando las lágrimas dieron paso a la razón, iniciaron de inmediato el “Operativo Tíbet”, como lo bautizarían luego entre las chicas del barrio. El acontecimiento afectaba cualquier actividad veraniega, la que debía suspenderse sin más vueltas, inclusive las vacaciones. Total, era sólo por cuatro días. Por lo demás, sólo había que poner el despertador bien temprano, munirse de tijeras y encendedores para destrozar cualquier lona molesta que impidiera la visión y no tomar nada muy frío para mantener la garganta en condiciones. De las cámaras fotográficas se encargarían sólo algunas, previo sorteo riguroso. Claro, el escaso campo visual de una lente no resultaba muy atractivo para la mayoría, que gustaba mirar detalle tras detalle con soltura. Así, de sueño en sueño, pasarían las eternas semanas que faltaban, mientras un padre burrero prometía sacrificar por dos reuniones sus largavistas, una madre hacendosa se encargaba de la pancarta y un hermano entre aburrido y curioso juraba que las llevaría en camioneta.




A pocas cuadras de allí, Gustavo se enfrentaba al espejo como nunca antes lo había hecho. Miraba sus ojos tan de cerca que descubrió dos pestañas a punto de provocar un falso llanto. Con las manos se peinaba hacia atrás y sonreía, victorioso. Se mire por donde se mire, su apellido era más vasco que la fiesta de San Fermín; pero algún éxodo del siglo XIX en busca de mejores horizontes había llevado a su bisabuela polaca a establecerse en Pamplona. Allí conoció al hombre de su vida y desde allí partió hacia la América del Sud que auguraba trabajo seguro. Por esas cosas que tienen los genes, su bisnieto exhibía ahora la impronta de un pelo dorado, la piel blanca y delicada y unos enormes ojos azules que la habrían hecho recordar las aguas del Cantábrico. “Rasgos europeos no latinos” era la consigna lanzada para un casting que Gustavo no se perdería por nada del mundo.

Más cerca de la estación —a decir verdad, en su corazón mismo— dos viejos conocedores de la changa módica conversaban animadamente, cortado de por medio. Distraídos por el trabajo ausente, tenían los ojos cansados, pero la vista siempre atenta, y podían hablar de fútbol hasta caerse, tan pincha como tripero era cada uno. Aunque esta vez el único contrapunto que los sobresaltaba era qué vender cuando llegara la ocasión: las opciones eran tan amplias que abarcaban desde fotos, posters, revistas viejas, llaveros, remeras y videos de dudoso origen hasta choripanes, bombitas de carnaval o banderas argentinas (que siempre sobran de alguna frustración y nunca vienen mal para sacárselas de encima). Ambos, más allá del producto que eligieran, sabían que llegaría mucha gente, mucha más de la que puede imaginar el platense más optimista, en medio del bochorno de cualquier enero.

La Plata se revolucionó por cuatro días en los que se filmó la primera película de una gran producción internacional en la zona de la estación de trenes.

Mientras la noticia corría como reguero de pólvora, mientras el boca a boca era más eficaz que cualquier multimedio gigante, cada fanática se contorneaba frente al espejo y se acomodaba el pelo; cada futuro extra dejaba de tomar sol porque seguro que lo querían blanco como la nieve; cada actor preparaba el currículum aunque no se lo pidieran; cada estudiante de cine o bellas artes se daba una vuelta por los andenes para imaginar cómo se vería el lugar en pocos días más… Todos se sentían beneficiados de alguna u otra forma y no sólo las fans de Pitt, quienes lo tendrían a metros de su histeria y de sus deseos más insospechados, a pesar de que él confesara meses después estar cansado de semejante acoso.

En este filme, Siete años en el Tíbet —que lo tiene como protagonista excluyente— Brad Pitt encarna a un alpinista que en el Tíbet descubre un nuevo mundo espiritual a partir de su encuentro con el Dalai Lama, en 1940, historia basada en la novela autobiográfica escrita quince años después por el austríaco Heinrich Harrer. El principal tramo de la película se desarrolló en Uspallata, Mendoza, desde el 30 de septiembre de 1996 y durante tres meses. La similitud geográfica, más otros factores, jugaron a favor de la cadena montañosa argentina. Y el talentoso director Jean-Jacques Annaud también decidió que el primer segmento se resolviera en La Plata. Claro, se constituía en un lugar con una estación y construcciones apropiadas y bien cerca de Ezeiza, desde donde partirían para siempre a fines de enero como muy tarde. 

EL CASTING

Hacia fines de diciembre una escueta información ganó las calles y diagonales: aquellas personas con “rasgos europeos no latinos” debían presentarse para efectuar un casting a las diez de la mañana del último viernes de 1996. Era la oportunidad para que decenas de platenses participaran de, quizá, la única producción hollywoodense que aterrice por aquí. Y sobran los dedos de una mano para contabilizar las películas que filmadas en La Plata hasta entonces. Por ejemplo, aquí se hizo la mayor parte de La noche de los lápices, de Héctor Olivera, con Leonardo Sbaraglia, Lorenzo Quinteros, Héctor Bidonde y Alejo García Pintos, entre otros; también la escena del recital de Juan Carlos Baglietto mientras cantaba Tratando de crecer en Los chicos de la guerra, de Bebe Kamín, en el Polideportivo gimnasista de calle 4; y tomas de La playa del amor, de Adolfo Aristarain, en un céntrico hotel de avenida 51, con una despampanante Mónica Gonzaga abriendo surcos en los ojos de cientos de curiosos, hacia fines de los 70. Ya en los 90 Juan Carlos Desanzo plasmó en la selva marginal de Punta Lara algunas escenas de Hasta la victoria siempre, película que narra la vida del Che Guevara con el debutante Alfredo Vasco en el rol protagónico.

De camisa blanca en el centro el director del filme Jean.-Jacques Annaud conversa con dos asistentes.

Pero, como se ve, la zona sólo había llamado la atención de cineastas nacionales y solo entonces le tocó el turno a una producción internacional, con todo lo que eso presupone en materia de deslumbramiento para cualquier comunidad.

Los lugares elegidos para el casting fueron dos: la Sociedad Suiza (2 entre 44 y 45) y el Instituto Cultural Argentino Alemán (46 entre 9 y 10). Las trescientas personas convocadas resultaron bastante menos que los reclutados en Mendoza. Hasta allá habían llegado por lo menos quinientos tibetanos desde diversas partes del mundo —para la primera línea de extras— y cerca de tres mil norteños argentinos, bolivianos, descendientes de chinos o personas de tez oscura y rasgos similares a los oriundos del Tíbet. En algunos casos fueron reclutados personalmente, casa por casa; inclusive, en esa instancia fue invitada a participar la hermana del actual Dalai Lama, quien realizó el papel de madre del entonces pequeño líder religioso.

El contrato tipo que debieron firmar los extras platenses para participar de la filmación.

En La Plata, un calor de horno acompañó el amanecer del día de la selección. Quien atinaba a pasar por las sedes citadas habrá caído en la cuenta de la cantidad de rubios y pelirrojos con ojos verdes o celestes que conforman la población de la zona, amén de todos aquellos que no se habrían presentado por vergüenza, vacaciones o simplemente indiferencia. El mosaico de rostros era apropiado para el festín de camarógrafos y fotógrafos, que comenzaron a llegar desde bien temprano. Pero no todo se veía con “rasgos europeos no latinos” como se pedía reiteradamente. Muchos se tiraron el lance para ver qué pasaba. Por caso, un amigo actor, Gustavo Portela —a sabiendas de su piel morena más cabello rizado— no perdía las esperanzas mientras hacía la sofocante cola sobre calle 46. “Por ahí me ven y deciden que por este negrito se vuelve a Mendoza y se empieza todo de nuevo”, dijo, con su crónico buen humor. Como él, tantos otros actores desocupados, jubilados, familias enteras, estudiantes y señoras de barrio en busca de una oportunidad llegaron hasta las narices del casting con la ilusión a cuestas. Se sabe, había varios motivos para ingresar: la urgencia por arrimar unos pesos en tiempos difíciles; la ocasión para seguir de cerca el trabajo de la industria cinematográfica más poderosa del mundo; estar cerca de Brad Pitt con el cholulismo disfrazado a la austríaca; en fin, todas excusas válidas para romper la monotonía de cualquier enero anterior en La Plata, mes en el que pocas veces pasa algo digno de efemérides.

Con las mejores expectativas, fueron cerca de dos mil platenses que desafiaron al calor y al jefe de sus trabajos para conseguir una buena ubicación en las colas frente a las sedes citadas. Varios llegaron cerca de las cuatro de la mañana, cuando la convocatoria era a las nueve. Una vez que el aspirante ingresaba, le entregaban una placa numerada al mejor estilo de los prontuarios policiales. Así, debía posar ante un fotógrafo de la empresa porteña Casting Group, quien disparaba sobre el rostro o el medio cuerpo de cada uno, en ocasiones hasta dos veces para asegurarse. Luego, responsables de cada instituto procedían al asentamiento de datos en una planilla: nombre y apellido, edad, altura y teléfono, además del permiso de cada persona para que le cortaran el pelo de acuerdo con las exigencias de la película.

Por supuesto, al caer la tarde y luego de varias horas de inscripción, no faltaron algunos incidentes menores, tales como una suerte de discriminación previa para que muchos no perdieran el tiempo. “Vos sí, vos no, vos sí, vos no”, comenzaba a escucharse en la cola. “Les dijimos previamente las características que se pedían, no crean que hay racismo de nuestra parte”, agregaban los responsables del casting. Frente a la cantidad de gente desbordante hubo que extender un día más la selección, pero solo para los que eran beneficiados con un número. Sólo poco más de trescientos recibieron al buena nueva por teléfono en los primeros días de enero: el flamante extra debía presentarse en el colegio San Vicente de Paul, ubicado en 115 y 43, lugar elegido por la producción como base de operaciones. 

ESTACIÓN GRAZ

Cuando se conoció la noticia de la llegada de la película y las consecuentes reformas en la zona de la Estación de trenes donde se realizaría el rodaje, la conclusión fue unánime: “Tenía que venir alguien y decir lo linda que es la estación para que la tuviéramos en cuenta”, palabras más, palabras menos.





A grosso modo, trascendió cómo sería el escenario en el que trabajarían Annaud, Pitt y equipo. La fama de Hollywood en materia de rapidez y efectividad no se hizo esperar: en pocos días la vieja terminal inaugurada en 1906 comenzó a cambiar su cara. Grupos de carpinteros, pintores, electricistas, estudiantes de bellas artes ad honorem y voluntarios de todo tipo —bajo las órdenes del jefe de decoradores Ugo Guzzo—, trabajaron arduamente día y noche para conformar un auténtico panorama de estación austríaca en mayo de 1939. 

Se procedió a la limpieza de cien metros de frente de la pared exterior de la estación –sólo entre 43 y 44 fue suficiente- con sistema de arenado a presión; además, se levantó una pared falsa a la derecha de la entrada a los andenes para ocultar dos kioscos, mientras que el otro polirrubros, a la izquierda, fue excelentemente reformado como una boletería. Para identificar a la ciudad, se ubicó en el extremo superior del ingreso principal el nombre “Graz” —con letras gigantes de telgopor que simulaban mármol—, otro cartel imponente en el interior con el escudo correspondiente y varios de menor porte sobre los postes lumínicos del andén principal.

Se entiende que entre los componentes fundamentales de la escenografía figuraban los trenes ubicados sobre los andenes 4, 5 y 6. El primero era estrictamente militar y fue cedido por el Ejército Argentino con pertrechos bélicos de época convenientemente restaurados. 

El segundo y el tercero pertenecían al Ferroclub Argentino y fueron acondicionados durante quince días en la ciudad bonaerense de Pablo Podestá. Cada uno poseía seis verdes vagones, en cuyo interior se observaba el esmero de la entidad en el proceso de conservación, lo que facilitó sin dudas la tarea de Guzzo y su equipo. 

Cuando todo estaba en marcha surgió un inconveniente inesperado. Los comerciantes de la zona solicitaban un resarcimiento económico ante eventuales pérdidas por el desarrollo del rodaje en la estación ya que las calles aledañas se interrumpirían al tránsito vehicular y peatonal ocasionando un lucro cesante que, para los dueños de los negocios, era necesario reparar. Después de arduas negociaciones se llegó a un arreglo cuyos detalles nunca trascendieron oficialmente. Montados a ese reclamo, los taxistas también exigieron cobrar por los viajes perdidos desde la estación en esos días. Consultado sobre el conflicto el director del filme dijo: “Nunca me había pasado esto, porque en todos los lugares del mundo la gente, los comerciantes, están muy felices de que se haga una película porque eso significa atraer la atención”. Probablemente, los productores no recomienden filmar en un lugar donde se presentan tantos obstáculos.

Nunca se habló tanto del colegio San Vicente de Paul como en esos días. A sus amplias instalaciones fue convocada la totalidad de los extras para concretar una prueba de vestuario y someterse luego a rigurosa sesión de peluquería. En ese sentido, las mujeres llevaron la mejor parte: las tijeras no pasaron por sus cabezas –salvo algún retoque, sólo fueron peinadas de acuerdo con la época- y lucieron vestidos frescos, tan apropiados para la ambientación como para el calor de horno de cualquier enero platense.

El set platense en plena actividad 

Los seleccionados debían aguardar pacientemente en el primer patio del colegio. Cada llamado desde el sector de vestuarios parecía azaroso; sin embargo, respondía a un orden preestablecido, necesario para cubrir las necesidades de las escenas. Se ingresaba de a dos, a lo sumo tres personas, y se demoraba unos veinte minutos en finalizar la prueba, en medio de impecables trajes clásicos, tiroleses y uniformes militares minuciosamente confeccionados. En mi caso, precisamente, fue un traje gris cruzado, sombrero y portafolios para caracterizarme como un ciudadano europeo en tránsito. Más adelante recibiría un diario de 1939 y un pasaporte del Tercer Reich, ambos objetos de impecable resolución, detalle que echa luz sobre la puntillosidad que se trabaja en cualquier filme de Jean-Jacques Annaud. Si la mayoría de las veces no se distingue la cara de cualquier extra… ¿quién puede fijarse en la tapa de un periódico o en el anverso de un documento? Justamente, un desliz así confinaría al director al reino de las burlas eternas. 

EL RODAJE

El título de este segmento envía al arcón de los gratos recuerdos la tan mentada frase “luz, cámara, ¡acción!”, que uno creía inequívoca y sagrada en boca de los directores de cine. Cuando los asistentes gritan “background” significa una suerte de regreso a la última posición, mientras que sería ocioso explicar qué se debe hacer cuando atrona el “action”. Con estas dos palabras comenzamos a introducirnos en la filmación propiamente dicha.

El libro en el que el autor de este texto recreó su propia experiencia como extra de las escenas filmadas en la ciudad..

Al ver salir a todos los extras por primera vez desde el colegio rumbo al set, pudo comprenderse la magnitud de lo que ocurría: una legión de platenses de todas las edades caracterizados a la usanza de 1939, ingresando en el túnel del tiempo aunque sea por un rato. La imagen llevaba a recordar los tiempos de nuestros padres y abuelos, a meterse bajo la piel de los verdaderos protagonistas de una historia terrible. Con una breve caminata por la diagonal 80 marchaban hacia Graz, ciudad de Austria dominada por un nazismo en pleno auge, con miles de hombres y mujeres escapando hacia horizontes seguros; con la certeza inmediata de la explosión de una guerra tan cruel que no tiene antecedentes que se le aproximen. Sí, la imaginación llevó a todos los partícipes de esta aventura cinematográfica a divagar y desempolvar anécdotas de dudoso origen para acercarse un poco más al personaje que tocaba en suerte. Ese militar, ciudadano tirolés o judío, empleado ferroviario, novio, madre o padre, podía transformarse en decisivo para el derrotero de la historia, siempre de acuerdo con la que cada uno montaba en su propia cabeza. Allí sólo cabía la idea de robar un primer plano que se transformara en una sabrosa historia, digna de sobremesa o noche de invierno con nietos.

Así como me ves, yo trabajé en una película junto a Brad Pitt—, será más o menos el comienzo del cuento.

—¿Y ese quién era?—, será la respuesta con cara de nada, más o menos la misma que habremos puesto cuando nos hablaban de Ava Gardner, Katherine Hepburn, Spencer Tracy o Clark Gable y nos decepcionamos largamente mientras en el Winco sonaba Sui Géneris y en la tele pasaban La aventura del Poseidón.

Todo era nervios, ansiedad, incertidumbre ante lo que podía ocurrir, sensaciones que llegaban desde mucho antes de las seis de la mañana del lunes 20 de enero, hora en que todos los extras fueron citados para calzarse los trajes de época. Primera sorpresa: un suculento desayuno —café, té, leche, facturas, budines y escones, jamón, queso y generosa agua mineral— aguardaba en el gimnasio en construcción del San Vicente de Paul a los poco más de trescientos platenses que llegarían al set.

El primer lugar donde se ubicó el conjunto de extras fue desde el ingreso de la estación hasta el final del andén, esto es entre la falsa pared y las boleterías donde finalmente Brad Pitt no compró ningún boleto. La escena a rodarse correspondía al ingreso del protagonista por la puerta de la terminal y su caminata hasta la cartelera de horarios. Eran aproximadamente las nueve y media de la mañana y el calor comenzaba a apretar. La disposición humana era la siguiente: un grupo haciendo cola frente a las dos ventanillas; otro, deambulando por el andén, mirando los horarios y la nada; y todos los militares —nazis y austríacos— en pleno proceso de rígida vigilancia. Entonces, el alpinista pasa caminando rápidamente al encuentro de su amigo Peter Aufschnaiter (encarnado por el actor británico David Thewlis) y del funcionario nazi que lo acompañará hasta el vagón.

De entré más de dos mil postulantes que debían tener "rasgos europeos no latinos" fueron elegidos unos 300 para participar como extras en las escenas

Tal como acostumbra Annaud, las tomas se repitieron hasta el hartazgo; sólo dos o tres lo dejaron bien conforme luego de observarlas en su video-assist, una suerte de pequeño monitor en blanco y negro que exhibe las tomas en otro formato para acompañar el proceso fílmico. A todo esto, Pitt —con un pesado saco corrido hasta la espalda— matizaba la espera entre toma y toma bebiendo agua mineral y fumando dos cigarrillos cien milímetros en diez minutos. Un asistente llegaba rápidamente para quitarle la mochila, mientras otro le retocaba el maquillaje y el pelo. Una sencillez de ocasión comenzaba a apreciarse, pues saludó a todo aquel que se le acercara si bien había una clara advertencia al respecto.

El sábado 18 se había brindado a los extras una charla explicativa. “Sé positivamente que cualquier mujer —o cualquiera, en definitiva— puede sentir un deseo irrefrenable de besar a Brad Pitt cuando éste aparezca y lo tengan sólo a centímetros. Les doy un consejo: no lo hagan, pero no por él, sino por nosotros. Debe ser uno de los actores más amables del mundo, pero debemos respetar una rutina de trabajo que no puede ser interrumpida a cada rato por el cholulismo de algunos”, exhortó Martín Sosa, primer asistente argentino del director. También suplicó que ninguno mirara a la cámara en plena acción —es algo obvio, pero algunos lo hicieron— e insinuó represalias si veía alguna cámara fotográfica o si alguien se llevaba un elemento de utilería a modo de souvenir.

El primer día, cámaras hubo, sí, pero las que correspondían al centenar de periodistas, reporteros gráficos y camarógrafos que pudieron ingresar durante una hora, aunque sólo para registrar imágenes y detalles de un intervalo, pues en ese lapso apenas si se impartieron directivas y se programó la actividad vespertina. Pero, claro, fue el momento del primer ingreso de Brad Pitt, quien avanzó desde el lugar destinado a la nueva salida de trenes (andenes 1, 2, y 3) y cruzó las vías hacia el set, ante un griterío infernal y cientos de disparos fotográficos. Ataviado como el alpinista Harrer apenas si saludó con la mano en alto. 

Los autos antiguos de coleccionistas usados como taxis.

En la segunda jornada de rodaje el clima impulsó los termómetros unos grados más hacia arriba. Ante tanto calor, el único sosiego para todo el equipo resultó el trabajo bajo techo, dentro de la estación. Se aguardaban escenas algo complicadas: un movimiento incesante sobre el andén y la partida del protagonista. Esto significaba generar la sensación de la existencia de mil personas con sólo trescientos extras y cierta mesura y respeto, pues Brad Pitt y su partenaire debían apelar a su máxima concentración y relajación para entablar el único diálogo dramático registrado en La Plata. Se trataba de la despedida, con llanto y todo (el de ella, claro, embarazada de siete meses). Nuevamente el director no quedó satisfecho luego de numerosas tomas pues la actriz acertaba emocionalmente en una y en la siguiente no, mientras él ponía su mejor cara de nada y sólo parecía apurado por subirse al tren.

El miércoles 22, Annaud compartió el momento previo de la estación. No tuvo problema de fotografiarse con varios y desparramó autógrafos hasta el cansancio. Se sabe: salvo contadas excepciones, un director no despierta la misma fascinación que el o los protagonistas de un filme. Más allá de ser el cerebro organizador, quien hasta hace o deshace, quien tiene la última palabra, podría caminar tranquilamente por las calles de cualquier ciudad, evento que sería registrado sólo por los flashes y micrófonos de algunos cronistas avispados. Annaud estaba muy tranquilo, como exultante ante la tarea plasmada, más allá de saber que aún restaban dos jornadas con tomas en exteriores.

Ese día la cosa asomaba complicada: debía registrarse la llegada de la pareja central en un taxi, un apresurado descenso y el cruce de la calle hacia la entrada principal. Como contexto, sobre la vereda, una extensa y nutrida fila desde el acceso citado hacia la calle 43 y el incesante ir y venir de soldados, jerarcas y policías.

Los actores principales no descendían de cualquier taxi, no. Se trataba de un Opel Capitan, de color azul pastel alquilado a un coleccionista uruguayo. Desde el vallado de contención, ubicado sobre 1 y 44, provenían gritos de histeria ante cada aparición de Brad Pitt, mientras entre las fans se paseaba un pibe de Avellaneda bastante parecido al actor, presente en el lugar con el único propósito de llegar solo e irse acompañado y enaltecer un poco su ego.

FINAL CON APLAUSOS

Todos sabían bien que el jueves 23 sería el cuarto y último día de rodaje en La Plata. Las escenas matutinas correspondían al regreso del alpinista a Austria, en 1951, once años después de haber abandonado a su esposa embarazada. Para tal fin, se había elegido una antigua casona de calle 43 entre 1 y 2 para recrear la de Graz, donde habitaban la mujer en cuestión y su pequeño hijo. Debe saberse que el reencuentro propiamente dicho ya se había resuelto en Mendoza, es decir, el dramático momento en que los tres conversan en el interior de la vivienda. Así Pitt —quien esa mañana había llegado a las nueve y cuarenta y cinco vestido con camisa blanca y pantalón negro— sólo debía descender de un antiguo colectivo en 1 y 43 y caminar por esta última hacia la casa. Graz, lógicamente, ya no mostraba ni el más mínimo vestigio de la ocupación nazi, por lo que se procedió a retirar las banderas y carteles de propaganda ubicados en la zona de la estación. Seis tomas resultaron suficientes para que el director francés dirigiera la mirada nuevamente hacia el interior y realizara nuevos planos detalle de la partida del protagonista. A propósito, la última jornada no fue la más reconfortante para Brad Pitt. En un momento, a media mañana, el actor sintió una indisposición estomacal y tuvo que ser atendido por un médico quilmeño, quien no dudó en recomendarle un ligero descanso para luego sí continuar con la filmación. Pitt decidió sentarse en el cordón de la vereda, sobre 43 y cerca de 1, hasta que el malestar se alejara y le permitiera seguir.

Cerca de las tres de la tarde, y luego de un reparador descanso con almuerzo incluido, el equipo de producción y los extras regresaron al exterior de la estación, sobre la avenida 1, para reiterar el momento del alpinista y su esposa surcando el asfalto a bordo del taxi azul. Claro, el recorrido se iniciaba en la esquina de 1 y 42 y llegaba a metros de las vallas de contención, poco antes de la 44: deben imaginarse los gritos y gestos de las fans y curiosos ubicados allí. Esto, si bien dificultó en cierto modo el trabajo de filmación, añadió un sabor muy informal a la prolijidad milimétrica de Annaud. Se sabe que se trata de un director paciente, y recién dio su visto bueno luego de la duodécima toma, algo que provocó la emoción de todos, desde los asistentes y extras hasta los protagonistas, quienes se estrecharon en un cálido abrazo en medio de vítores y aplausos.


Muchos de los extras querían llegar a su casa para expulsar por un rato el sudor que los había enloquecido durante tantas horas y aferrarse a todas las anécdotas que contarían a sus amigos. En la estación, sus habitantes recién comenzaban a digerir el asunto del Brad Pitt ése, pero sólo hasta que la picada y el televisor con fútbol allá arriba recuperaran el reinado para siempre. Mientras, por la diagonal 80 Patricia y Agustina, que habían asistido a las cuatro jornadas tras las vallas, caminaban abrazadas, sin el menor apuro, desandando el calor estancado de las seis de la tarde. El sol rubio que aún calentaba sus cabezas se escondía rápido entre las curvas de la autopista. Habían pensado en perseguirlo, en un último y supremo esfuerzo. Pero, se sabe: el Tíbet queda definitivamente lejos.

Begum / 0221.com.ar / Rafael Labourette / 2023

 

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