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Los orígenes del sistema dactiloscópico creado en La Plata



En su segunda obra de ficción el periodista platense Hugo Alconada Mon ahonda en los primeros años de La Plata con un personaje que resulta hipnótico: Juan Vucetich.

—¿Cómo está?

—¿Quién, señor?

Levantó una mano, con la ficha dactilar 5492 entre los dedos índice y mayor, como un cigarro.

—Ella.

Sentado frente a su escritorio, Juan Vucetich repasó los datos volcados en la ficha, ajeno a la mirada del guardicárcel que se había presentado en su oficina y permanecía de pie, atento. Orillaba el mediodía del sábado en La Plata, pero quedaba mucho por hacer en el Departamento de Antropometría de la Jefatura Central de Policía.

—Le hice una pregunta.

—En Dolores, señor. Rojas anduvo entre la cárcel y el hospital varias veces; veremos si acá mejora un poco de salud.

Vucetich le hizo un ademán al guardiacárcel para que se retirase y volvió a enfocarse en las diez huellas dactilares y los datos volcados en la ficha. Aportaban poco, pero tampoco los necesitaba. La trama de Necochea perduraba fresca en su memoria.

«Francisca Rojas de Caraballo», «causa de detención: doble infant.», exponía. La habían completado horas antes con precisiones que lo envolvieron en recuerdos de hacía siete años, de cuando aquella tragedia signó su vida para siempre.

«El hecho ha sido cometido en 1892. Sumario levantado por el inspector D. E. M. Álvarez».

Vucetich sonrió, como cada vez que lo visitaba la sombra de aquel sabueso singular. Cuando pocos confiaban en él y en su trabajo, Álvarez se había jugado el resto.

—¿Qué hace todavía acá? —le espetó al guardiacárcel, al ver que seguía junto al escritorio, en posición de firme.

—Quiero saber. Se dice tanto sobre ella y sobre usted que...

Vucetich no quiso oír el resto. Estaba harto del morbo que solía rodearlo, de la prensa amarillista que se regodeaba en el chapoteo de sangre, de los vampiros que lo lisonjeaban en los mejores salones de La Plata para quedarse en la anécdota, sin enterarse de que lo suyo era ciencia y método. Ya tenía suficiente con recibir a los invitados que le mandaban sus superiores, como el príncipe Luis Felipe De Orleans y Bragance, para lidiar también con mediocres que consumían su tiempo, por ignorancia o interés, y lo desgastaban más que los envidiosos.

—Retírese. 




Pero el guardiacárcel no se movió. El cadáver que arrastraba desde hacía dos años pesaba demasiado. Dos años de dolor, de búsquedas torpes y estériles, de frustraciones; dos años detrás de una oportunidad que ni siquiera tenía claro cuál era. Hasta esa mañana del sábado 15 de abril de 1899 cuando el destino le permitió conocer a la leyenda.

—Me expresé mal, señor —se disculpó y jugó otra baza—. Lo que quiero es aprender. De usted.

Vucetich se quitó los anteojos de lectura, con cierta coquetería, y se fijó en el guardiacárcel por primera vez. Flaco y fibroso, no era más que un muchacho. Debía rondar, con mucho, los 20 años. El uniforme le quedaba apretado, un

talle demasiado corto, aunque lo llevaba con aplomo, y tenía la mirada despierta, alerta a lo que ocurría a su alrededor. La leyenda no pudo consigo mismo y se preguntó en que categoría de delincuente lo encuadraría su amigo Cesare Lombroso.

¿Criminaloide o habitual? ¿Y Alphonse Bertillon? ¿Qué diría sobre él?

—¿Por qué quiere aprender?

—Porque hay demasiados crímenes sin resolver y lo que usted hace es el futuro —dijo, y señaló los ficheros y los empleados—. Ustedes resuelven acá más casos que muchos policías en las calles.

Una mueca asomó debajo de la barba rojiza del hombre llegado de orillas lejanas. El muchacho sabía expresarse, debía reconocerle, aunque no bastaba. Con los años había aprendido que, a menudo, detrás de las motivaciones declamadas se ocultaba la causa verdadera.

—Y dígame…

—Valentín, Valentín Hierro.

—Dígame, Valentín, ¿cómo es que usted terminó trayéndome la ficha de Rojas?

El muchacho le devolvió la mueca.

—Me moví para que así fuera. Rojas llegó ayer de Dolores. La trajo el oficial Antonio Maliandi y quedó alojada en la Cárcel de calle 14 —precisó—. Hoy le tomaron las huellas y como los cocheros están de huelga, me ofrecí a traer las fichas de las nuevas reclusas... para entregarle en mano la de Rojas.

Vucetich se reclinó en su silla. Algo en el muchacho nterminaba de cuadrarle, pero no tenía claro qué. ¿Su forma de hablar? ¿Su locuacidad? Mantenía como premisa que todos tenemos algo que callar, pero ¿estaba cayendo en el prejuicio, algo que detestaba cuando lo padecía? Decidió probarlo.

—¿Por qué debería dedicarle tiempo, que no me sobra?

—Porque quiero aprender.

—Ya me lo dijo; no es suficiente.

Vucetich notó la demora, mínima, en la respuesta.

—Llevo más de un año yendo a sus conferencias, comprando cada nuevo número de la Revista de Policía de los porteños, preguntándole sobre su trabajo a los policías y guardiacárceles que conozco, y leyendo todo lo que aparece en los diarios sobre usted y esta oficina —dijo el muchacho, que con una mano apuntó a los ficheros repletos de huellas dactilares, y a los empleados que mecanografiaban pedidos de informes o respondían a otras reparticiones—. Llevo meses aprendiendo por las mías sobre la dactiloscopia, pero sé que apenas araño la superficie, y esta es la primera oportunidad de pedírselo: enséñeme.

El planteo del muchacho era válido, pero similar al de otros aspirantes, calibró Vucetich, aunque el tono en que lo había expresado tenía algo de impertinente. Eso le agradó.

No cualquiera flirteaba con una sanción disciplinaria en pos de aprender. Le daría una oportunidad, resolvió. Una sola.

Como a él se la había dado el jefe de Policía, Guillermo Nunes, cuando no era más que un inmigrante sin título, sin renombre y sin logros, y con apenas tres años como «meritorio» en la fuerza.

—Si de verdad quiere aprender, lo espero mañana a

las nueve en mi casa —lo emplazó, y le pareció ver que un chispazo de satisfacción cruzaba por los ojos del muchacho—.

Sea puntual.

—¿Dirección, señor?

—Infórmese. Ahí tiene su primera lección.

Llevaba dos años de vigilia. Las imágenes lo acosaban en cuanto cedía la vorágine cotidiana, secando sus noches. Esta luna no era la excepción. 



Tras su encuentro con Vucetich, Valentín se había reportado en la Cárcel de La Plata, sobre la calle 14. El jefe lo había llenado de encargos hasta el filo de la medianoche, cuando lo dejó marchar por unas horas. Sabía que sus amigos estaban reunidos en La Modelo, pero faltó a la cita de cervezas y maníes. Quería quitarse el olor a perro mojado que se le impregnaba durante las guardias, dormir un poco y presentarse fresco ante la leyenda, pero sus planes se habían diluido en la madrugada.

Insomne, se sentó a un costado de la cama que, junto a una pequeña mesa, era lo único que, además de mosquitos, tenía en el sótano de diagonal 77 y 46 donde vivía desde hacía dos años. Era un edificio de tres plantas, sólido y fresco, que habían levantado los constructores Guarinoni y Marchesini, bajo la batuta de otro compatriota, Ghirarduzzi, como tantos edificios más de la ciudad. Se pasó una mano sobre los párpados, antes de mirar por el tragaluz que daba al frente a la Escuela Normal de Mary O’Graham. Faltaba poco para que amaneciera.

Evaluó ir a la casa de la calle 9 que había sido su hogar, pero se contuvo. Una mañana había llegado hasta la vereda y allí se había quedado, tieso frente a la puerta, con la llave en la mano y la angustia en el pecho. ¿Qué haría después de traspasar el zaguán, además de ahondar su dolor?

Estaba cansado de padecer el mismo carrusel de recuerdos. Recuerdos de la noche de 1897 en que se detuvieron los relojes.

Bajaba por la calle 9 y desde lejos había detectado algo inusual. La casa aparecía demasiado iluminada, con sus ventanas y el zaguán abiertos como si una fiesta se extendiera hasta la vereda, aunque el silencio dominaba la cuadra. Eso terminó de inquietarlo.

Había apurado el paso, hasta que observó a un puñado de policías uniformados junto a dos carruajes. Conversaban justo frente a la entrada de su casa, entre las calles 41 y 42. Sintió un escalofrío, pero se obligó a avanzar, atento al vigilante que pretendió impedirle la entrada.

—Vivo acá. ¿Qué ocurre? —preguntó, temiendo la respuesta que le anticipó el rostro del policía. 




La casa era digna, de una sola planta, con frente y paredes de material y techo de chapa. Se alargaba hacia el fondo con una galería que conectaba una sala, dos habitaciones, un baño y la cocina, también vinculados por puertas interiores, y terminaba en un pequeño depósito, contiguo al resto, pero al que solo se accedía por el jardín. Algunos llamaban «casas chorizo» a esas construcciones.

Avanzó hacia la segunda puerta del zaguán, pero no fue su madre quien apareció bajo el dintel. Fue un sargento de bigotazo contundente y mirada de pésame que acompañaba a doña Anunciación. Lloraba la vecina, confidente de su madre. También la obvió. Cruzó el vestíbulo e ingresó a la sala, el corazón estrujado.

Entonces la vio.

 

Begum / 0221.com.ar / Hugo Alconada Mon



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