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Pelusa tenía dos años cuando llegó al Zoo platense. |
Símbolo de esplendor del zoológico, no existe vecino que no tenga una anécdota con ella. Simpática, inteligente y bailarina, vive en la memoria local.
Ningún
otro animal en la historia del Zoológico de La Plata despertó la infinidad de
sentimientos que provocó la elefanta Pelusa. De abuelos a nietos y hasta
bisnietos de miles de familias platenses la conocieron en un picnic de domingo,
durante una simple visita o un paseo escolar. Pelusa llegó a La Plata el 2 de
diciembre de 1968, en barco, proveniente del zoológico de Hamburgo, Alemania.
Poco
después, la prensa anunciaba: “Un nuevo huésped se ha sumado a los muchos y
variados especímenes del zoológico local. Se trata de un cachorro de elefante
que, por su pequeñez, se ha constituido en el centro de atracción de los
pequeños visitantes del jardín”.
En
ese entonces la elefanta tenía dos años, pesaba 400 kilos, tomaba dos baños
diarios y se alimentaba de batatas, heno, zanahorias, pan y manzanas.
La
bautizaron Pelusa por el pelo duro que tenía en la cabeza y el lomo,
característico de los elefantes asiáticos. Pero no era la única elefanta del
zoo: también estaba Kendy, de 68 años. Nunca las juntaron por temor a que la
mayor agrediera a la pequeña. Kendy murió dos años después, a los 70, el
promedio de años que viven los elefantes.
En
esa época, el zoo platense tenía una gran colección de animales, entre los que
se contaban jirafas, hipopótamos, monos, leones, pumas, tigres y osos. Fundado
en 1907, su estilo era victoriano, como todos los de la época, con pequeños
recintos para los animales, donde se priorizaba su exhibición a su bienestar.
Nunca
agredió a nadie, cuando los elefantes se encuentran al tope entre los animales
que más cuidadores han matado en todo el mundo.
Dos
años después de su llegada al zoo, Pelusa fue “cedida gentilmente” -según se
informa los créditos de la película- para que protagonizara el film Un elefante
color ilusión, en el que interpreta a un ejemplar macho que es rescatado del
circo por un niño, con quien huye hacia la libertad.
Un
año más tarde llegaba al zoológico la única persona que la acompañó desde
entonces y por el resto de su vida. Martín Davids era un adolescente platense
que con 17 años creía haber descubierto su vocación: iba a ser guardafauna en
África, el paraíso de los grandes mamíferos. Estuvo obsesionado con esa idea
hasta que conoció a los animales del zoo, y a Pelusa; y desde entonces, siempre
lo dice, “lo enjaularon”.
UNA
"NENA ELEFANTA"
En
1971 el zoológico de La Plata dictó el primer curso de guías del país, para el
que convocaba a estudiantes de Veterinaria. Si bien Davids no aspiraba a
veterinario, ni a guía, pero vio esa oportunidad como un paso previo para su
viaje a África y se anotó. Desde la primera clase, el jefe del Servicio
Veterinario, Pablo Videla, guió a los aspirantes recinto por recinto y les fue
revelando, ante su asombro, la mansedumbre de los animales, en especial la de
Pelusa.
—Fue
impresionante ver que les gustaba interactuar con gente que quisiera
acariciarlos —recuerda Martín, 52 años
después—. Eran animales necesitados de otro ser que les diera el afecto natural
de su especie.
Ese
momento fue decisivo en la vida de Martín. En África no iba a poder acercarse
tanto a los animales, observó, podían matarlo y luego comérselo. Al poco tiempo
concluyó que había encontrado su lugar en el mundo.
El
acercamiento de Pelusa hacia él y el resto de los guías fue inmediato.
—Ella
era una nena: una nena elefanta. Era como esos cachorritos de perro que cuando
te acercás te miran con cara de buenito, ponen las orejas para atrás y mueven
la cola. Eso era Pelusa.
Durante
los cinco años en que fue guía voluntario, la veía todos los fines de semana y
cuando pasó a integrar el staff del zoo, a diario. Cada vez que podía, iba a su
recinto, le daba de comer y la bañaba a baldazos y la entretenía con sus
improvisados juguetes: un bidón de agua, una pelota, una cubierta de auto.
También la incentivaba a caminar dejando maníes a su paso, que ella recogía con
su trompa.
Aunque
esas caminatas debían formar parte de su rutina, Pelusa no tenía un cuidador
con dedicación exclusiva que la ejercitara y le examinara los pies en busca de
heridas, le limara las uñas y le sacara las callosidades que podían crecer por
la falta de ejercicio. Afecciones muy comunes en su especie -acostumbrada a
caminar decenas de kilómetros diarios en busca de agua y alimento- cuando está
en cautiverio. Los pocos cuidadores que había, se repartían entre los numerosos
animales que el zoológico incorporaba, en su afán por ampliar la colección.
Además
de caminar y jugar, a Pelusa le gustaba que la acariciaran. A menudo se
recostaba para que Martín se le subiera al lomo y le rascara con la suela de
sus botas, porque sus manos no alcanzaban para un animal tan grande.
—Ella
necesitaba los mimos de un elefante. Tenía mucha necesidad, no solo del afecto
de la especie, sino de su mamá.
Cuando
la separaron de su madre, Pelusa todavía amamantaba. Los elefantes suelen
hacerlo hasta los cuatro años y las hembras permanecen junto a sus madres
durante toda la vida, en manadas matriarcales, mientras que los machos suelen
alejarse en la pubertad.
Martín
siempre explicaba a los visitantes que estos animales tienen una apetencia
genética por ser gregarios -desarrollada durante millones de años, como
estrategia de supervivencia- y que deben saciarla para crecer saludables.
También contaba que, al igual que los chimpancés o los humanos, las manadas se
cohesionan con contactos afectivos. No son como los flamencos, solía comparar,
que viven en grandes colonias pero sin afectividad. Por eso, repetía siempre,
era necesario traer otro elefante. Siguió explicándolo, incluso, cuando pasó a
ser jefe del Departamento de Biología del zoo, en 1992.
—Ya
no hacía visitas guiadas pero cuando entraba con ella para jugar, le explicaba
a la gente que nosotros éramos sus amigos humanos y que ayudábamos a paliar, en
un porcentaje menor, su soledad, hasta que llegara otro elefante. Pero a esa
altura yo ya sabía que eso no iba a pasar porque había un sistema que no
funcionaba. Nunca funcionó. Y a veces me ponía mal y me emocionaba y me iba.
Para
su bienestar, lo recomendable era que pudiera vivir con otro elefante. Pero eso
no pudo ser posible por problemas de presupuesto.
EMBAJADORA
DE LA NATURALEZA
Carlos
Fenández Balboa conoció a Pelusa a los 10 años, el Día del Niño de 1975. Por
entonces, para esa fecha se solía celebrar el “Zoo infantil”, que proponía a
los pequeños tomar contacto con los animales. Carlos llegó con su tía desde
Capital Federal, donde vivía, tras enterarse del evento por el diario.
—Una
vez en el zoo, un veterinario al que le decían ‘El Indio’ me subió arriba de
Pelusa y eso hizo que "estallara" mi cabeza.
Desde entonces, Carlos comenzó a visitar el zoo cada dos semanas, con una bolsa repleta de pan, zanahorias y frutas para alimentar no solo a Pelusa sino también a Marcelo el dromedario, los rinocerontes Fortachón y Robustiana, el hipopótamo Yuyito, Tomy el chimpancé, Mameluco el muflón y Yepe el lobo marino, entre otros. Sus visitas se repitieron religiosamente durante cinco años y llamaron la atención de guías, veterinarios y cuidadores, de los que se hizo amigo.
A
los 16 se inscribió al curso de guía, que aprobó con honores. Dos años después
se sumó a la Fundación Vida Silvestre, donde trabajó durante más de dos décadas
como coordinador de Educación Ambiental. Hoy cree que nada de eso hubiera sido
posible si aquel Día del Niño no se hubiese subido al lomo de Pelusa.
—Ella
era una embajadora de la naturaleza: del contacto con la naturaleza que muchos
urbanitas no pueden tener. A diferencia de lo que piensan algunos, no creo que
haya tenido una pésima vida. Solemos idealizar la naturaleza y la libertad pero
cuando conocemos el día a día silvestre, vemos que es muy cruel y duro. Pelusa
fue amada por miles de niños, por guías, cuidadores y veterinarios y despertó
el amor por los animales y la naturaleza en una cantidad de gente que no podemos
dimensionar.
DOS
ELEFANTES OCUPAN MUCHO ESPACIO
A
principios de los ‘80, Pelusa fue trasladada al ambiente donde vivió el resto
de su vida. Antes de eso, estuvo en otro que era tres veces más chico. Su
recinto definitivo era un espacio de 900 metros cuadrados, con un galpón -o
refugio-, una pileta y un solario que tenía una fosa en su perímetro. Sus
dimensiones estaban dentro de los estándares internacionales para albergar a un
ejemplar, pero no a dos.
Como
tantos otros en el zoo platense, ese espacio se improvisó cuando se supo que
iba a llegar el primer elefante, en 1908, al que bautizaron Doctor Jym. El
lugar nunca tuvo área de manejo: la zona donde se aparta al animal para que el
cuidador pueda limpiar y examinar su jaula. Por eso había que hacer ese trabajo
con Pelusa presente. Por su volumen y su fuerza, los elefantes se encuentran al
tope entre los animales que más cuidadores han matado en todo el mundo. Pelusa
nunca agredió a nadie.
Hubo
al menos dos proyectos para crear un ambiente adecuado. El primero, en 1923 y
el segundo en 2008. Tanto para esas como para otras iniciativas la respuesta
“insuficiencia presupuestaria” fue transversal a todos los gobiernos y mucho
más frecuente cuando el zoo pasó de la órbita provincial a la municipal, en
1979.
Cuando
el bienestar de Pelusa dejó de ser un argumento suficiente para conseguirle
compañía, el equipo del zoo apeló a un informe de la prestigiosa International
Elephant Foundation que alertaba sobre el riesgo de extinción del elefante
asiático y alentaba su reproducción en cautiverio, pero tampoco surtió efecto.
Una
vez, ese anhelo de compañía estuvo a un paso de concretarse, en 1995, cuando la
elefanta asiática Mara fue incautada al circo Rodas. Desde el zoo comenzaron
las gestiones para traerla y en la Dirección de Fauna de la Nación coincidían
en que era un destino apropiado.
Se
planificó la división del refugio y estaba a punto de terminarse la obra cuando
se enteraron de que habían llevado a Mara al zoológico de Buenos Aires, de
gestión privada. Ese zoo ya contaba con una pareja de elefantas africanas, con
las que Mara nunca se llevó bien y por eso debían turnarse día por medio para
salir al solario.
"PELUFA"
En
la década del ‘80, uno de los paseos habituales de Mirta Sosa era ir de picnic
los domingos al zoológico, con sus cuatro pequeños hijos.
—Pelusa
era muy comunicativa con todas las personas —recuerda ahora—. Le llevábamos
frutas, porque en esa época estaba permitido darle de comer a los animales, y
ella abría la boca grande. ¡Cuando veía chicos se enloquecía! Una vez vino muy
cerquita de donde estábamos nosotros. Me acuerdo que Iván era chiquitito,
cuatro años tenía, y le decía ‘¡Pelufa! ¡Pelufa!’ y ella escuchaba la voz de
Iván y venía y le dábamos. Fruta solamente nos dejaban darle.
PELUSA
Y LA MATERNIDAD
Cuando
Pelusa pasó a su nuevo ambiente ya se había desarrollado. Como los perros y los
humanos cuando crecen, era más selectiva con sus amistades. Si percibía algo
que no le agradaba en alguien ajeno a su “manada”, lo demostraba. Ya no compartía
sus juguetes con todo el mundo y los custodiaba atenta. No siempre tenía ganas
de que le rascaran la espalda y si algún guía se le acercaba con esas
intenciones, lo echaba con un movimiento.
Era
comunicativa y cariñosa. Dejó huellas de emoción en las familias que la
visitaban, las cuales solían disfrutar de su baile.
Con
la pubertad comenzaron los celos. Aunque su comportamiento no cambiaba, podía
notarse que atravesaba ese período por la secreción que se generaba alrededor
de sus ojos. Y también porque, a veces, si algún guía le rascaba el lomo, podía
percibirse en sus movimientos que no era solo diversión lo que le provocaba. Al
igual que otros animales del zoo, Pelusa se masturbaba. En su caso, con una
goma de tractor que cuidaba celosamente.
A
mediados de los ‘90 el equipo del zoo consideró que le haría bien ser madre y
se comunicó con el zoológico de Mendoza, donde vivía Tamy, el único elefante
macho del país. Bastaron pocas conversaciones para concluir que ninguno de los
ambientes estaba en condiciones de recibir visitas. Además, especialistas
advirtieron que, con 29 años, Pelusa ya estaba grande para ser madre primeriza
y que corría riesgo de morir en el parto.
UNA
GRAN BAILARINA
Hacia
fines de la década del ‘90 y principios de la del 2000, María Rosa Pellegrini
acompañó año tras año a sus alumnos de sexto grado de la escuela 7 de Punta
Lara, en las visitas al zoológico de La Plata.
—La
reacción de los chicos con los animales era muy particular, muy específica. Muy
de querer liberar, ya en esa época. Muy de preguntarse por qué estaban entre
rejas pero, a su vez, de muchísima ternura. La reacción ante Pelusa era
justamente eso: lo que ella propiciaba era amor. Un día nos cruzamos con un
grupo de un jardín de infantes que le cantaba la canción del elefante que se
columpiaba sobre la tela de una araña y ella se balanceaba y bailaba ¡y cómo
bailaba! ¡Se balanceaba con todo! Más le cantaban y ella dale y dale. Era muy
simpática. Era su contexto de vida ¿no?
LA
MÁS GRANDE DEL ZOO
El
2 de diciembre de 2012 se iban a cumplir 44 años de la llegada de Pelusa a la
ciudad y en las vísperas, el diario El Día titulaba: “La Plata celebra a la más
grande del Zoo”. A esa altura ya era "la huésped de mayor
antigüedad". Para celebrarlo, convocaban a los vecinos a que llevaran sus
fotos con ella, para incluirlas en una muestra.
La
nota -proporcionada por el Archivo Dardo Rocha- además relataba que Pelusa
comía 80 kilos diarios de alimento y que recibía periódicamente su “sesión de
manicuría”.
—Las
pododermatitis empezaron a aparecer de forma aislada y circunstancial, a veces
en las manos, a veces en los pies, y se controlaban fácilmente con tratamiento
local —explica la veterinaria Edit Nuñez, integrante del Servicio Veterinario
del ex zoológico.
Según
consta en los registros, la salud de la elefanta a lo largo de su vida no
presentó grandes sobresaltos más allá del balanceo que hacía, que era similar a
un baile pero se trataba de una estereotipia: un movimiento repetitivo, común
en los animales en cautiverio.
—Estas
infecciones podales empezaron a ser más recurrentes hasta volverse crónicas y
cada vez más resistentes a los tratamientos, tanto locales como sistémicos.
Ante
ese cuadro, los baños de pies con antisépticos pasaron a ser diarios. Requerían
de un trabajo conjunto entre cuidadores y veterinarios al que Pelusa nunca puso
resistencia y por el cual era recompensada con sus “golosinas” favoritas, como
maníes y moras.
—Todo
esto iba de la mano de los datos que obteníamos con las muestras periódicas de
sangre, que nos revelaban un sistema inmunológico que había empezado a flaquear
y características metabólicas internas propias de un individuo en la etapa
geronte de su vida.
PELUSA
YA NO BAILA
Leandro
“Tato” Bolano mantiene frescos los recuerdos de su infancia en los ‘70, cuando
iba al kiosco que su abuelo tenía en el zoo y esperaba ansioso a que se
hicieran las seis de la tarde, el momento en que las visitas comenzaban a
marcharse. Entonces iba con su abuelo y una bolsa de maníes hasta el recinto de
Pelusa y le pedía que bailara.
“Nunca
pude olvidarme de sus ojos y la atención que ponía a medida que nos
acercábamos”, escribió en un relato titulado “Mi amiga Pelusa”. “El momento del
‘premio’ era para mí, más que para ella: tener un puñado de maníes en la mano y
sentir cómo los aspiraba para luego llevárselos a la boca, me conectaba en una
franca amistad”.
Esas
visitas se repitieron durante años. Con el tiempo, Leandro creció, se convirtió
en padre y una tarde llevó a su hijo a ver a su vieja amiga, con la esperanza
de que lo recordara, a sabiendas de lo memoriosos que son los elefantes. Pero
no.
“Me
vi como un espectador más pero, sobre todo, en un conjunto de espectadores que
miraba a una elefanta solitaria esperando que hiciera una gracia para atraer la
atención de los más chicos”, recordó. “Nunca sucedió. Se quedó quieta y dejó
ver su cansancio. No existió un agradecimiento por parte de los más grandes,
que la disfrutamos en su plenitud. Creo que algunos hasta se retiraron
ofendidos y desilusionados”.
LA
CAÍDA
Para
el año 2016, la infección en sus patas traseras había avanzado tanto que Pelusa
ya no se recostaba por temor, estimaban en su entorno, a no poder levantarse y
descansaba apoyada en un montículo de arena.
El
18 de noviembre de ese año, la elefanta amaneció acostada y, efectivamente, no
podía levantarse. Horas más tarde, un cuidador contó a un canal de noticias
platense que se necesitaron más de 20 personas y un camión para volver a poner
en pie a la elefanta de 3.400 kilos. También informó que se evaluaba la
posibilidad de trasladarla a un santuario pero advirtió: “Por la infección que
tiene y por su edad, llevarla así sería condenarla a muerte”.
Hasta
2016, la posibilidad de un trasladado era impensable. No existía en el país un
zoológico que pudiera brindarle mejores condiciones y en Latinoamérica tampoco
había santuarios, como se conoce a los grandes recintos, generalmente
emplazados en áreas naturales, donde se garantiza su bienestar y no se permite
su reproducción.
Cerca
de 2010 comenzaron a crecer en el país las agrupaciones que defendían los
derechos de los animales. En 2012 nació el movimiento Sin Zoo, en Capital
Federal, para reclamar “la libertad de los presos de la cárcel de Palermo”,
apuntando al zoológico porteño. Pronto ese objetivo se expandió a otros zoos
del país, incluyendo el de La Plata. Hacia 2016, el movimiento fue ganando cada
vez más presencia en la ciudad gracias a acciones que incluían la irrupción con
pancartas en el zoo y en tribunales; el encadenamiento en la puerta del parque
y un intenso ciberactivismo que incluyó una petición virtual por el traslado de
Pelusa, que logró 19 mil firmas.
Agrupaciones
reclamaron en Tribunales por el traslado de Pelusa.
El
movimiento llamó la atención del intendente Julio Garro, que llevaba un año en
el cargo, representando a Juntos por el Cambio, una fuerza por entonces nueva,
con fuerte presencia en redes sociales. Desde la Municipalidad comenzaron las
averiguaciones para un posible traslado, que incluyeron la consulta a
organizaciones internacionales, la visita al Global Sanctuary for Elephants -de
reciente fundación, en Mato Grosso, Brasil- y la de sus especialistas a Pelusa.
En
marzo de 2017 la Municipalidad anunció que se iba a trasladar a la elefanta al
santuario brasileño. Para eso, se había iniciado la gestión de los permisos,
así como una mejora de su hábitat que incluía una ampliación y un piso de goma.
Para fortalecer sus pies, comenzó un entrenamiento diario que implicaba, en una
segunda etapa, enseñarle a subir al camión en el que recorrería 2.500
kilómetros hasta su nuevo hogar, donde por fin iba a encontrarse con otros
elefantes.
EL
FIN DE UNA ERA
Junto
con las gestiones para el traslado de Pelusa se inició la reubicación de otros
animales del zoológico platense, proceso que se replicaba en otros zoos
argentinos. Entonces el reportero gráfico y amante de los animales Marcos
Gómez, quiso retratar la transición de esas instituciones a través del viaje de
los habitantes del zoo platense.
—Pelusa
era un imposible —recuerda—. Junto con el hipopótamo Hipólito, eran los más
grandes y difíciles de trasladar y, además, los más viejos.
Su
trabajo comenzó a principios de 2017. Ganarse la confianza de los cuidadores de
la elefanta le llevó unos tres meses. Con ella, el acercamiento fue casi
inmediato. Capturó cientos de escenas que incluían baños de pies, almuerzos y
caminatas nocturnas.
Mientras
se esperaba a que aprobaran los permisos del traslado, Marcos planificó viajar
con su familia a Brasil, para registrar la caravana de la elefanta.
—El
sueño era que se encontrara con uno de su especie. El cruce de trompas: ese iba
a ser el final de mi trabajo.
LEVÁNTATE
PELUSA
El
sábado 2 de junio de 2018 encontraron a Pelusa tumbada. Pronto la ayudaron a
recostarse y cerraron las puertas a las visitas. Cuidadores, veterinarios y
otros miembros del zoo montaron guardia a su alrededor, a la espera de que se
reincorporara. A pesar del entrenamiento y los cambios en la alimentación en
vistas de su traslado, ella no mostraba mejorías.
—Cuando
Pelusa se cayó, nosotros ya veníamos muy mal porque la veíamos deteriorarse
mucho —recuerda Damián Dieguez, cuidador del ex zoo desde hace 30 años—. Daba
mucha impotencia ver cómo, pese a todo, se deterioraba cada vez más.
Igualmente, la esperanza siempre estuvo en el que se levantara.
El
domingo la elefanta siguió desmejorando. El lunes 4 de junio, el director del
santuario de Brasil, Scott Blais, arribó al zoo y confirmó lo que todos temían:
Pelusa no iba a levantarse.
Tras
la conmoción, los miembros de su “manada” se reunieron en su solario.
—Decidimos
entre todos que era egoísta no ayudarla a que dejara de sufrir. Estaba
demasiado agotada.
EL
LEGADO DE LA ELEFANTA
Ese
lunes 4 de junio, cerca de las 23, comenzó el proceso de eutanasia que no llegó
a concluir porque, apenas se le dio un tranquilizante, Pelusa murió. Fue
enterrada en su recinto, con sus juguetes y alimentos preferidos. Al día
siguiente, en el gran portón de rejas del zoo, colgaban algunos ramos de
flores, globos negros y cartas que decían: “Nunca te vamos a olvidar”; “que
descanses en paz” y “todos tenemos algo de culpa”.

En
las redes sociales hubo cientos de comentarios, la mayoría repartidos entre
insultos a la clase política y reclamos por el cierre del zoo. La pena también
alcanzó a los famosos: el cantante Axel grabó un video despotricando contra la
especie humana; Candelaria Tinelli le pidió perdón a Pelusa y Susana Giménez
reclamó por el cierre de todos los zoos.
Dos
días después, la Municipalidad de La Plata anunció que se cerraban las puertas
del zoológico para iniciar su reconversión en bioparque, donde los animales ya
no iban a ser exhibidos y, de ser posible, serían trasladados. Además, se iba a
construir un altar para recordar a Pelusa como un símbolo “de lo que fue y lo
que no debería haber sido".
La
institución reabrió en abril de este año, para visitas de niños de jardín y
escuelas primarias. Según informa en su web, ya fueron reubicados más de 100
animales.
Cerca
de la tumba de Pelusa, hoy la recuerdan una fuente, un modesto elefante de
cemento y una placa de acrílico. Obsequios de su “manada humana”, según se lee
en la placa, que reza: “Aquí descansa Pelusa, emblema platense”.
221.com.ar / Begum / Laura Agostinelli / Fotos: Bioparque La Plata y Marcos Gómez