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El helado que vino de Europa a la Plata

  


Italianos que escapaban de la pobreza crearon el mejor helado platense. Hoy, el oficio perdura de generación en generación. Pérsico, Roma, La Veneciana…


El origen del helado es tan incierto como los secretos que guarda su elaboración.

La historia cuenta que nació con los persas donde casi por casualidad la alquimia culinaria mezcló copos de nieve caídos de la montaña con frutos, aire y, sí, una pizca de magia que le cambiaron el sabor y la apariencia por siempre a esos alimentos.

Fueron los chinos bajo la dinastía Shang Tang quienes le sumaron la leche. De ahí en más el helado continuó su viaje sin escalas: pasó por India y de Oriente Marco Polo, en el siglo XIII, tomó varias recetas que fueron implementadas con popularidad en las cortes italianas. Tal es así que un siciliano de nombre Francesco Procopio de Coltelli fundó en París la primera heladería del mundo en 1686.

En el siglo XX, desde el viejo continente miles de inmigrantes llegaron a Argentina para “hacerse la América” y un puñado trajo consigo algo más que una ilusión.

Con poco hacer mucho

Julio Pérsico tenía 12 años cuando al terminar la Primera Guerra Mundial y luego de llorar por varios meses a su madre, decidió embarcarse hacia tierras lejanas. Había nacido en Torca, un pueblo de no más de 2000 habitantes encallado en la península de Sorrento, provincia de Nápoles.

Cuando llegó al puerto de Buenos Aires se puso a vender frutas y vinos por la calle. Como vendedor ambulante se trasladó a La Plata hasta que, al poco tiempo, pudo conseguir un local e instaló una frutería en Diagonal 80 esquina 6.

Acá está la foto, es esa esquina que está ahí – señala Facundo Pérsico, bisnieto de Don Julio, bajo la sombra de un árbol en plaza San Martín.

Julio había sufrido la miseria de la guerra; horrorizado no podía permitir que se le echara a perder el excedente de frutas. “¿Qué hago con esto, ¿qué hago?” cuenta Facundo que se preguntaba “el Viejo.” “¡Helado!”, se dijo. A Pérsico no se le congelaron las ideas.

En la década del 20 no había ni hielo seco, ni acero inoxidable y, claro, ni pensar en cámara refrigerante. En aquella época al helado se lo conservaba en toneles con hielo y sal y, en el centro, un tacho de hierro galvanizado almacenaba la mezcla. Hoy, el helado se sirve a -13°.

El día de la inauguración el helado se regaló. Don Julio Pérsico no daba abasto; atareado por demás no se dio cuenta que había cargado una cantidad excesiva de chocolate en la máquina y el contenido salió desparramado bautizando a todos los clientes.

En La Plata, Julio Pérsico llegó a tener dos sucursales, ambas ubicadas sobre la diagonal 80 a dos cuadras de distancia, una al lado de la iglesia San Ponciano. Llegó a tener 30 empleados que servían el helado en las mesas con copas de cristal.

Cuando consiguió hacerse de una buena fortuna compró la esquina de 8 y 48 cuando aún ese lugar no había nada. Por eso, en la ciudad muchos lo conocieron como el “loco de ocho.” Su hijo Ángel Arturo tuvo heladería en esa esquina, pero en los noventa cerró sus puertas. Hoy la familia sigue viviendo de sus rentas.

Dos manos para hacer todo

Luis Dalla Torre sobrevivió dos años en un campo de concentración alemán y llegó a pesar 35 kilos. En 1949 huyó hacia Argentina. Con veintinueve años y una tenacidad de oro se instaló en la ciudad de las diagonales. En aquella época abundaba el trabajo de albañilería. Dalla Torre no lo dudó: “En seguida agarré la pala”, recuerda sentado en una mesa de la heladería Roma. Hoy, más relajado, llega a vender hasta 200 kilos por día, un promedio de 6000 kilos al mes. Y su especialidad, es el dulce de leche, aunque el sabayón es un gusto de culto.

Tres años después, como buen italiano, instaló su negocio por un lugar donde transitara mucha gente. En la calle 7 entre 37 y 38 puso una pizzería. Al poco tiempo y recordando sus años mozos donde había ayudado a un viejo heladero ambulante compró una máquina para fabricar helados, “era muy primitiva” recuerda Luis y su hijo asiente. Si a Dalla Torre se le pregunta por el oficio responderá: “Fue medio de observador, medio de ayudante que aprendí.”

En 1966 decidió cerrar la pizzería y quedarse de lleno con el negocio de los cucuruchos. Hoy Roma es una de las más tradicionales de la ciudad.

La receta está en el ojo

“Original, soy el único que queda”, cuenta Ricardo Ambrosi. Su abuelo fundó con dos socios más La Veneciana en Lanús, en 1928. Cuatro años más tarde abrieron una sucursal en La Plata y otra en Lomas de Zamora. Al haber tanta distancia, cada cual se quedó con una. “En esa época 60 kilómetros era un viaje”, dice Ricardo y apaga un cigarrillo, “en algún punto era ridículo”. La primera sucursal estaba a una cuadra de donde hoy se encuentra el actual local de 12 entre 57 y 58.

Después pusieron una segunda en 49 entre 8 y 9. Todo esto asociado con Lageau, hasta que se separó y abrió su propia heladería: Los Alpes, en calle 55, que durante mucho tiempo fue una de las más elegidas por los platenses.

Ricardo vuelve a su abuelo: “El helado está cuando está”, le decía. “El viejo no pesaba nada”, cuenta el dueño de La Veneciana, y arquea las cejas con un dejo de nostalgia. Cuando quisimos saber la verdad de la milanesa nos chocamos con un: “se hace a ojo”.

El secreto corre por las venas del nieto y le da vitalidad. No tienen nada escrito. No hay receta ni cantidades que uno pueda hurgar entre cuadernos. “Cuando dependes de lo escrito, nunca lo terminas de aprender”, dice Ambrosi, y corrobora con la mirada; en la oficina no hay ningún libro a la vista. “Cuando vos incorporas el concepto, listo”. Y remata: “Todo tiene un porqué; si vos aprendes el porqué de las cosas, no lo necesitas escribir”. La diferencia entre aprender y aprehender. Más claro, échale agua: “Manías de mi abuelo que siguen para acá”.

Cuando de negocios se trata, la familia sigue siendo la prioridad. Ricardo ahora bromea con su socio, Roberto Jalo. Son cuñados, perro y gato. En la cocina son cuatro: Ricardo, su hijo Mariano y dos empleados más.

Él, que creció entre cucuruchos y sabores bajo cero, tiene el ABC de cualquier negocio: Orden, limpieza y prolijidad. Y con los clientes, fundamental: “No hablar de política, fútbol ni de religión”.

¿Qué cambió de aquéllos tiempos a hoy?

“Hoy si no tenés delivey, vas muerto”, dice Roberto Dalla Torre, heredero de Roma, quien ahora cuenta con tres repartidores entre auto y bicicletas. “Hace veinte años esto era impensado”, y no deja de sorprenderse. Otra estrategia para seguir abiertas y hacer rentable el negocio, fue el servicio de cafetería.

La Veneciana hace diez años reformó su local e implementó el servicio de cafetería, bebidas frías y repostería. Según Ambrosi, “buscamos respetar el concepto y mantener la tradición.” Ahora cuenta con más de doce empleados entre delivery, meseros y personal de cocina.

Está a la vista, las heladerías ya no son una mina de oro. Pocas hoy pueden darse el lujo de cerrar en invierno, como Roma que lo hace desde de mayo a septiembre. Gracias a la tecnología y las promociones ayudan a sobrellevar el negocio en temporada baja.

En otros tiempos, había solo cuatro heladerías: Pérsico, Roma, La Veneciana y Ca’doro. Ahora “han proliferado como kioscos”, dice el dueño de Roma. Hoy las heladerías artesanales son cada vez menos, y más caras en relación con las industriales.

El precio de las materias primas cada vez está más caro, confiesa Luis Dalla Torre, “casi no se consiguen almendras, la nuez está carísima y el limón también”. Por esta razón es que, en algunas heladerías, el limón se compra en invierno que el cajón está más barato; se exprime y se congela.

Lo artesanal es sinónimo de natural. Nada de esencias, ni colorantes ni conservantes. Por eso es un alimento, y no una golosina. “El mío resiste cualquier análisis”, dice el dueño de La Veneciana. Si bien es época de durazno, en Roma, por ejemplo, no se hace ese gusto, porque “todavía no viene bueno”. La calidad sigue siendo prioridad.


El Día

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