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El hombre detrás de las gárgolas: vida y misterio del escultor ruso Segey S. Laurson



Vivió la mitad de su vida en La Plata y murió a sus 64 años en el olvido y la pobreza. El testimonio de quienes lo ayudaron y un talento artístico que pareció sacado de una película: muchas historias convivieron en él hasta ser uno de los escultores más destacados de la Catedral.


Cuando Segey Spivak Laurson, pintor, escultor y restaurador ruso-estoniano, llegó a la Argentina en 1997 tenía 39 años, un oído sordo, medio pulmón y un estómago perforado. El suyo era un cuerpo maltrecho en un pasado que prefería olvidar; pero también era la manifestación de su buena fortuna: al verlo resultaba evidente que estaba vivo de milagro.

No existen datos precisos acerca de cómo fueron sus primeros meses en Argentina. Se sabe que vivió entre extraños, que intentaba sin éxito comunicarse mezclando los tres idiomas que conocía —inglés, ruso y francés—, pero que no entendía una sola palabra del español; que se emborrachaba con facilidad y que, a poco de llegar, sus pertenencias dejaron de ser suyas, aunque tampoco está claro cuándo, quién ni cómo fue que le robaron todo.

Y entonces, cuando su vida no era más que la subsistencia del día a día, su origen ruso, sus habilidades artísticas y el chofer de un cura ortodoxo torcieron su destino y lo ubicaron en la ciudad de La Plata. Aquí fue rebautizado con un nombre local —Sergio— y reconocido por todos como el escultor de las gárgolas del templo neogótico más grande de América del Sur: la Catedral de la Inmaculada Concepción de La Plata.

Segey y el mito de las gárgolas

La primera vez que Segey pisa la ciudad de La Plata lo hace de la mano de Miguel Omelusik, quien en ese entonces trabajaba en las obras que iban a completar las torres de la Catedral y tenía a su cargo al grupo de ornamentos. Omelusik, al igual que Segey, tenía sangre rusa, y esa coincidencia fue decisiva en esta historia.

Una de las tantas gárgolas que son parte de la Catedral. Una de las tantas gárgolas que son parte de la Catedral.

“El sobrino de Omelusik era chofer del obispo de la Iglesia Ortodoxa Rusa de Villa Ballester y en esa iglesia recibían inmigrantes que venían de la ex Unión Soviética. Entonces Omelusik le pidió a su sobrino que fuese allí y preguntara si había algún escultor. Tenía la fantasía de traer a trabajar, a la obra, escultores rusos, no sé por qué”, recuerda Mariano Rómulo, quien en aquellos años integraba el grupo de ornamentos que dirigía Omelusik.

“Y el primero que apareció fue Sergey. Después vinieron más, en todos los sectores de la Catedral había como 20 rusos trabajando, pero Sergey fue el primero en llegar”, agrega Rómulo.

La llegada de Segey a los talleres de la empresa Ishtar, encargada de la construcción de las torres del templo más emblemático de la ciudad, desconcertó a todos. “Era un personaje muy particular. Primero, tomaba mucho alcohol desde la mañana o llegaba ya alcoholizado. Era muy bajito, tenía el pelo corte taza, bigotes, anteojos y usaba una ropa muy particular. En pleno verano, venía con camisa, polera de nylon y blazer de invierno”, comenta Mariano Rómulo.

Nada de eso pareció importarles a los responsables de esa empresa, dado que Segey se quedó trabajando allí hasta el final de la obra. Primero en el taller de ornamentos, donde se fabricaron más de 4 mil molduras, entre las que se destacan las famosas gárgolas; y luego en el taller de escultura.

“Para hacer los ornamentos trabajamos más o menos dos años, en el 98 y en el 99. Y cuando estábamos llegando al final, la Fundación Catedral decidió también hacer las esculturas. El problema era que faltaban tres meses para la inauguración y había que hacer 57 esculturas de 3 metros, en promedio, cada una”, cuenta Mariano Rómulo, quien debió asumir la dirección de esos trabajos y recuerda los problemas que tuvo con Segey porque éste no respetaba los bocetos originales de esas estatuas, diseñadas por el reconocido escultor Gabriel Cercato.

En ese tiempo, la vida de Segey transcurría entre el taller que funcionaba detrás de las oficinas de la empresa Ishtar, en calle 1, enfrente del Colegio Nacional, y un departamento abarrotado de inmigrantes. “Él vivía en un departamento muy grande que era propiedad de la empresa. Habían armado una suerte de barraca con colchones en el piso y estaba la gente ahí, medio hacinada. En el momento que yo conocí ese lugar había como 20 albañiles bolivianos y unos cuantos rusos viviendo ahí”, recuerda Rómulo.

Finalmente, el día 19 de noviembre de 1999 quedaron oficialmente inauguradas las nuevas torres de la catedral de La Plata. El diario La Nación lo relataba de esta manera: “Con un impactante espectáculo de luz y sonido se presentó anoche al público la nueva cara de la catedral de La Plata (...) La restauración de la iglesia y la construcción de dos monumentales torres que coronan la obra era un sueño largamente postergado para los platenses. La catedral —cuyo proyecto original correspondió al ingeniero Pedro Benoit— estaba inconclusa desde hacía más de un siglo”.

El “sueño largamente postergado para los platenses” se hacía realidad y allí estaba Segey, señalado, tiempo después por los medios locales, como “el artista que esculpió las gárgolas”. En esas notas, no sólo se le atribuía este mérito, sino también un itinerario cosmopolita —Rusia, Afganistán, Marruecos, Europa— que lo ubicaban en situaciones dignas de una ficción —campos de concentración, guerras, palacios y reyes—


Segey en el taller de la Catedral, con las gárgolas.

Esas historias llamaron la atención de Pedro Barandiaran, guionista, montajista y director del documental “Segey”, estrenado en 2018, que durante tres años se dio a la tarea de conocer a su protagonista antes de comenzar a rodar. “La historia que fue quedando a partir de tantos relatos es que él viene a La Plata a completar las torres de la Catedral. Pero bueno, siempre me pareció que era pintoresca la imagen, pero no deja de ser una historia muy coloreada”, dice Barandiaran.

Y sin dudas las cosas no fueron tan así.

“Decir que Sergey hizo las gárgolas es una verdad a medias, en realidad él hizo una. Fueron seis o siete gárgolas y con la gente que estábamos en el taller hicimos una cada uno”, explica Mariano Rómulo y agrega: “Eso de que él fue el escultor de las gárgolas de la Catedral es un mito total. Dentro del grupo de ornamentos fue el que menos originales hizo”, sentencia Rómulo, a sabiendas de que está destruyendo ese mito a golpes de palabras.

La historia sin épica

Cuando finalizaron los trabajos en la Catedral, Segey decide quedarse en La Plata. Comienza así un periplo marcado por mudanzas, problemas económicos y asuntos legales. La historia sin épica de Segey Spivak Laurson en esta ciudad es la de un inmigrante que intenta sobrevivir como puede y que tiene la habilidad de trabar amistades que lo ayudarán siempre, en ocasiones hasta el hartazgo.

Aquí fue rebautizado con un nombre local —Sergio— y reconocido por todos como el escultor de las gárgolas del templo neogótico más grande de América del Sur.

Hilda “Lala” Errecarte, religiosa laica perteneciente a la Comunidad de la Total Dedicación y una de las personas qué más apoyo brindó a Segey, recuerda: “Todos los que lo veían, pobre, tan infeliz y tan capaz, porque era brillante, se compadecían de él y le ofrecían ayuda; pero después, como él era alcohólico, todos se cansaban, porque cuando se emborrachaba se ponía violento. Ayudarlo era muy complicado”.

A pesar de todo, Lala intentó protegerlo siempre. Es ella quien le consiguió trabajo en Córdoba, en el pueblo de Huinca Renancó, donde permanecerá un año pintando íconos para una iglesia. Pero allí las cosas tampoco resultaron bien. “Un día llegó borracho, entonces los parroquianos se quejaron con el Padre y él tuvo que irse de ahí”, rememora Lala.

De vuelta en La Plata, Segey comienza a ser acogido por la iglesia. Se sabe que vivió en la parroquia Nuestra Señora de Luján, en la casa de Cáritas de City Bell, en el colegio San Vicente de Paul, en la sede de Cáritas de la calle 115 y en al menos dos parroquias de Berisso. También vivió en la calle, en hogares de día, en piezas que alquilaba cuando tenía algo de dinero y en casas prestadas. Todo bajo un pulso inestable, propio del nomadismo errante que fue gran parte de su vida.


Retrato de Spivak Laurson. PH: Natalia Bohdan.

Lo más parecido a un hogar que Segey conoció en La Plata fue la casa de Norberto y Patricia, un matrimonio de Berisso. “Nosotros lo conocimos por el padre Henry, quien era el sacerdote de la parroquia de Santa Teresita. Él estaba preparando un viaje a Rusia y, mientras practicaba el idioma, lo alojó en la casa parroquial. Después, cuando el padre se fue de viaje, ya no tenía dónde vivir y lo trajimos para casa”, recuerda Norberto Abraham quien, junto a su esposa Patricia Figueroa y toda su familia, conoció a Segey en 2003 y le dio casa y comida en diferentes momentos.

En una de las escenas del documental de Pedro Barandiaran se lo ve a Segey compartiendo un almuerzo en esa casa, ubicada en la calle 174 de Berisso. Alrededor de la mesa hay niños de todas las edades y, a un costado, tumbado en una cama, un anciano escuchando la conversación. Era Segey. “Hablábamos como gente de la prehistoria: ‘querer’, ‘comer’, todo en infinitivo. Si armabas oraciones a él se le complicaba entender, entonces eran palabras sueltas. Pero era la manera que nosotros encontramos para comunicarnos”, comenta Patricia.


Junto a Magui "Queridita" y el cuadro que pintó cuando ella tenía 3 años.

En la misma escena se aprecia un cuadro con marco dorado colgado en la pared del fondo, con la cara de una niña. La obra se llama “Queridita” y el autor es Segey Spivak Laurson. Queridita es Magui, la hija de Norberto y Patricia, que hoy estudia en la Facultad de Humanidades, pero que en ese entonces tenía tres años. “Él la quería mucho y ella a él. Magui se quedaba quieta para que él la pintara, y él le medía la cara para hacerlo, porque la pintura era en tamaño real”, recuerda Patricia.

Si bien es uno de sus retratos más famosos, no es el único. “Todas las personas que conocí me mostraban orgullosas un retrato de algún miembro de su familia hecho por él”, comenta Pedro Barandiaran. Era la forma que Segey tenía de agradecer.

Quienes conocieron a Segey y lo ayudaron en diferentes momentos de su vida, coinciden en que, entre todas esas personas, Lala Errecarte fue el pilar fundamental de esa red de contención que el escultor ruso se fue armando en la ciudad. Lala lo protegía, lo alimentaba, le conseguía ropa en las ferias americanas organizadas por la iglesia, lo recomendaba como artista y hasta logró mover contactos inverosímiles para que obtenga su documento argentino. Y es que, durante 16 años, Segey fue un apátrida. Ningún Estado lo reconocía como ciudadano, por lo cual, en términos legales, Segey no existía.

De nacionalidad argentina

“Cuando cayó la URSS, dieron dos años a los ciudadanos para que optaran o no por la ciudadanía rusa, y Sergio en ese momento estaba en Marruecos, ni se enteró de eso. Cuando llega a la Argentina tiene el pasaporte vencido y va a la embajada rusa y le dicen ‘Usted no es ruso’”, explica Augusto Santi, abogado que auxilió a Segey a conseguir la nacionalidad argentina.

A partir de entonces, Segey emprende un largo proceso para obtener su ciudadanía, lo que le permitirá, entre otras cosas, acceder a una cobertura médica y a una pensión graciable por invalidez. Lala Errecarte recuerda: “Teníamos que hacerle el documento, pero primero tuvimos que levantar un juicio que él tenía, porque él se había comprado un arma sin autorización y una vez un policía lo vio y se la sacó, por eso le hicieron un juicio. Entonces teníamos que hacer las dos cosas: levantar el juicio y sacarle el documento”.

Lala tiene 94 años y una memoria intacta. Recuerda cada trámite que hicieron, cada puerta que tocaron, cada persona a la que acudieron y lo relata con entusiasmo. Cuenta cómo, con la ayuda de un fiscal amigo, lograron levantarle el juicio por la tenencia del arma; los trámites engorrosos para que Segey obtenga el papel que certificara su “apatridia”, en un momento en el que ningún abogado de la ciudad tenía experiencia en ese tema. Fue un proceso largo y costoso. “Tardamos como cinco años, pero por suerte yo soy emprendedora”, afirma orgullosa Lala.

“‘¡Gracias, Jugo, tengo DNI! ¡Puta DNI!’, decía, porque a mí me decía Jugo”, recuerda Hugo Balbuena, abogado, ex sindicalista de estaciones de servicio y amigo de Segey que también lo acompañó durante aquella odisea y hasta comenzó a difundir la historia de Segey por Facebook: “Yo lo puse en las redes para ver si aparecía algún artista que lo conocía, porque él me dijo que había expuesto en Barcelona y que estudió en Moscú”, añade.

La historia de Segey empieza, entonces, a ser contada en las redes y en los medios locales. El objetivo era conseguirle trabajo, un subsidio o cualquier ayuda para mejorar su situación. En ese momento Segey se encontraba nuevamente sin dinero, sin trabajo y con la salud visiblemente deteriorada.

"Lamentablemente ciertos políticos y algunas otras personas siempre se aprovechaban de eso y, si vas al diario El Día y ves en el archivo, hay montones de notas que dicen que se le iba a dar trabajo, pero eso nunca ocurrió”, aclara Walter Di Santo, codirector del Museo de Arte Contemporáneo Beato Angélico de la UCALP y amigo de Spivak Laurson.

Quienes sí lo convocaron fueron las autoridades del Centro Cultural Islas Malvinas. Sin embargo, eso tampoco prosperó. “Logró dar tres clases y vino la inundación. Así que perdió el lugar, perdió la gente, perdió todo. Otra vez a empezar de cero. Toda su vida fue siempre así”, reflexiona Walter.

De profesión, pintor

Walter Di Santo fue otra de las personas clave en la vida de Segey. Hay quienes dicen que era una suerte de padre y otros hablan de él como su mecenas. Lo cierto es que Walter era todo eso y más. Lo invitaba a su casa a pasar las navidades, lo ayudaba a resolver cosas esenciales, como conseguir un audífono o un lugar donde vivir y, sobre todo, lo valoraba como artista.

Fue Walter quien le ofreció un espacio en el Museo de Arte Contemporáneo “Beato Angélico”, donde Segey comienza a exponer y vender sus obras. Llega allí gracias a Lala Errecarte. “Cuando yo lo vi así, tan artista, se lo llevé a Walter, para presentarlo como pintor. Y Walter lo acogió enseguida”, cuenta Lala.

Walter Di Santo organizó todas las exposiciones que Segey hizo en la ciudad y lo ayudó a vender sus cuadros. Además lo vinculó con el Instituto Sanmartiniano, para el cual Segey realiza dos obras importantes: un cuadro de la réplica de la bandera con la que el Regimiento 7º, de los esclavos libertos, cruzó los Andes; y un busto de San Martín, inspirándose en las únicas dos imágenes reales que existen de este prócer.

Todos los que lo veían, pobre, tan infeliz y tan capaz, porque era brillante, se compadecían de él y le ofrecían ayuda; pero después, como él era alcohólico, todos se cansaban.

Lala Errecarte vuelve a sus recuerdos: “Sus pinturas valían muchísimo, pero otro problema que tenía el ruso es que era muy desconfiado con el tema del dinero y los cuadros. En eso no te podías meter”.

La desconfianza y la insatisfacción por los pagos recibidos son características que todos destacan. “Se quejaba del dinero. Él esperaba realmente otra suma, pero acá el arte que él hacía no se paga de la misma manera que en Europa. Él tenía demasiada técnica, sabía mucho y el circuito donde se puede apreciar lo que él hacía es muy chiquito, muy selecto. Y él no vivía inserto en esa comunidad, él vivía acá”, reflexiona Patricia Figueroa desde su casa de Berisso.

El arte sacro era una parte destacada de la producción artística de Segey. “El arte ruso tiene una fuerte relación con los íconos y Segey pintó para varias iglesias, tanto en Córdoba como acá en La Plata y Berisso. También realizó retratos (en el Arzobispado hay un retrato de Monseñor Aguer hecho por él) y paisajes”, explica Walter Di Santo.

Uno de los paisajes más recurrentes en los cuadros de Segey era el de las Cataratas del Iguazú, un lugar que sólo conocía a través de fotos y videos. Hasta que, en 2013, Pedro Barandiaran se acercó a Segey y le propuso filmar un documental sobre su vida. “Cuando lo conocí, lo primero que me contó fue que su sueño era conocer las Cataratas, así que decidimos incluirlo en la película”, recuerda Pedro.

Segey cumplió su sueño de conocer las Cataratas gracias a la producción de esta película y el momento quedó registrado en el documental. Sin embargo, esto no sería lo único ni lo más importante que esta producción logre.

El pasado que vuelve

La Plata, año 2013. El timbre suena. Segey abre la puerta y se sorprende al ver a Pedro. Casi siempre se olvida de los días y horarios que coordina con él. Ahora vive en una casa de barrio Hipódromo, con un cartel de venta en la entrada, que él cuida sin pagar alquiler.

Pedro, el documentalista, entra enérgico, se sienta y abre su notebook. Le pide a Segey que se siente junto a él y comienza a mostrarle fotos de varones jóvenes en Facebook y en Skype. Todos ellos se llaman Vadim Spivak y tienen alrededor de 25 años.

Segey se concentra en la pantalla y comienza a ver rostros que nunca antes vio, miradas que no reconoce. Niega con la cabeza, piensa, se detiene en la imagen de un chico con el cabello rapado, pero luego lo descarta. Pasa a la siguiente foto. No sabe lo que busca, no sabe qué aspecto debería tener su hijo.

Desde que Pedro Barandiaran supo que el protagonista de su documental tenía un hijo en Rusia al que no veía desde hacía dos décadas, se obsesiona con la idea de reencontrarlos. “Yo estuve varios años tratando de encontrarlo a Vadim y me costó mucho. Me acuerdo que en Skype había muchos Vadim Spivak y a todos les había mandado el mismo mensaje mencionando a su padre. Y un día me llega una notificación de este Vadim diciendo que sí, que él era el hijo, que quién era yo y que había querido hablar con su papá durante años”.

La primera charla entre Segey y Vadim se produce por Skype. Segey no está solo. Junto a él está Pedro y un camarógrafo que registra todo lo que allí sucede. El diálogo en ruso dificulta que los documentalistas entiendan lo que dicen, pero la situación es fácil de imaginar. La tensión, los gestos, las voces y los silencios dan una idea del tono de la charla.

Vadim le reclama el abandono y la ausencia. Es la primera vez que ve a su padre y necesita liberar todo el resentimiento que acumuló durante más de veinte años. Segey responde como puede.

“Él estaba enojado, pero no sé qué esperaba del hijo, ¿qué lo reciba con los brazos abiertos?...Si él lo había dejado. En eso era muy fantasioso. No caía en la realidad donde estaba parado”, dice Norberto Abraham.

En esa conversación, Segey descubre que es abuelo. “Él estaba emocionado al ver a sus nietos en fotos, pero lamentablemente nunca pudo pintarlos. Quería hacer retratos de ellos, pero ya para entonces no era el mismo. Había decaído mucho y no pintaba de la misma forma”, recuerda Walter Di Santo.

La película fue un cimbronazo en la vida de Segey. No sólo por el reencuentro con su hijo, sino porque se escuchó a él mismo pronunciar palabras en ruso, un idioma que con los años había abandonado y con el que trataba de reconstruir y explicar ese pasado que vivió en un mundo que ya no existe. Y es que, el inicio de todo, se remonta a los años de la Guerra Fría, en las llanuras heladas de la extinta Unión Soviética.

Los orígenes

En esos años, los Spivak Laurson eran una familia, desde el punto de vista del régimen soviético, portadora de todos los males. Eran terratenientes, católicos, filonazi y cercanos a la familia del Zar Nicolás II. Para el gobierno comunista de la ex Unión Soviética eso sólo podía indicar un destino: el Gulag.

El Gulag era el sistema que administraba los campos de concentración donde los soviéticos confinaban a los “enemigos del pueblo”. El más grande de estos centros se encontraba en la ciudad de Vorkutá, ubicada 50 kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico, donde las temperaturas suelen rondar los 30 grados bajo cero. Allí estaban prisioneros los Spivak Laurson cuando, el 15 de enero de 1958, nace Segey.

“Su abuela logró sacarlos a él y a la hermana del campo de concentración y criarlos en Estonia, en la ciudad de Narva”, cuenta Walter Di Santo. “Él venía de una familia noble de la antigua Rusia, y los jóvenes de estas familias no podían tener trabajos vulgares o relacionados con el comercio. Por eso él estudió pintura y escultura”, señala Di Santo para explicar la inclinación de Segey por el arte.

Segey se forma en la prestigiosa Academia de las Artes de San Petersburgo y, en 1979, obtiene el título de Magister en Arte y Restauración. Muy pronto, el joven Segey comienza a demostrar sus dotes de artista, por lo que es convocado para trabajar en lugares emblemáticos como el Museo del Hermitage o el Museo Histórico de Estonia.

Pero 1979 también es el año en el que comienza la invasión soviética en Afganistán y Segey, como tantos otros jóvenes, es reclutado para pelear en ese conflicto. A partir de entonces, ya nada: ni su cuerpo, ni su mente ni la expresión de su rostro volverán a ser lo que eran.

La madre de todas sus batallas

Con apenas 22 años, Segey va a la guerra como parte del Ejército Rojo. En ese conflicto, que dura nueve años, vive dos episodios que lo marcan para siempre.

“Maté a un hombre, un rebelde afgano. Estaba escondido en una casa, apareció de golpe y le disparé. Era él o yo”, contaba en 2012 en una entrevista con el diario El Día: “Me quedé con el cinturón de ese soldado, todavía lo conservo. Fue una etapa muy difícil, era matar o morir”.

Quienes lo conocieron aseguran que, junto con el cinturón, Segey guardaba un cuadro, que él mismo pintó, con el rostro de este soldado.

Tiempo después, iba a ser él quien se lleve la peor parte en un enfrentamiento militar. “Él estaba con unos soldados, festejando el cumpleaños de un compañero, y en un momento se agacha para agarrar un vodka y ahí explota una granada. Él se salvó porque se agachó, pero todos los que estaban en ese lugar murieron y él sale muy herido”, cuenta Hugo Balbuena, amigo de Segey.

En la vida de este pintor, escultor y restaurador se acumulan heridas de guerra en su cuerpo, obras suyas expuestas en sitios a los que nunca regresaría, varios amigos, una patria y una película con su nombre.

En la misma entrevista con el diario El Día, Segey relataba esa experiencia de esta manera: “Recibí cuatro heridas y una esquirla me abrió el vientre. Caminé diez metros con los ‘chinchulines’ en la mano y me desmayé. Nadie se explica cómo fue que sobreviví, porque perdí casi toda mi sangre, pero yo sé que si vivo es porque así lo quiso Dios”.

Ese episodio marcó el final de su participación en la guerra. “Él sobrevive y es llevado a Moscú para recuperarse. Pierde un oído, un pulmón, la mitad del estómago y le quedan escoriaciones muy fuertes y un trauma importante”, explica Walter Di Santo.

La guerra dejó secuelas físicas, psíquicas y emocionales en su condición de artista. Los recuerdos de aquellos años signados por la muerte no lo abandonaron nunca. La onda expansiva de esa tragedia jamás se detuvo.

El pintor de la realeza

Moscú, finales de los ´80. Es de mañana. Segey se levanta dolorido de la cama, prepara sus cosas y se encamina hacia el puerto. Al llegar allí intenta disimular la sordera, el vientre contraído y cuida que sus ropas oculten las vendas que aún cubren sus heridas.

Su valija es pequeña, pero cargarla le representa un esfuerzo sobrehumano. Se coloca en una fila llena de turistas y avanza despacio, con la mirada fija en el suelo. El personal de embarque revisa sus papeles sin mucho esmero y lo dejan subir. El barco zarpa y Segey se pierde sin dejar rastros de su paradero, ni siquiera a su familia.

Tiene poco más de 30 años y ninguna idea del futuro, pero sabe dónde no quiere estar más y eso le basta para comenzar a improvisar un rumbo. “Él no eligió ese destino, sube al primer barco que consigue con los fondos que tenía, que no eran muchos tampoco, y así llega a Marruecos”, cuenta Walter Di Santo.

En tierras africanas, Segey encuentra inspiración y oportunidades. “Un día hice el retrato de una mujer, que resultó ser sobrina de Hassan II —rey de Marruecos desde 1961 hasta su muerte en 1999—, y unas semanas más tarde estaba trabajando en la Corte”, relata Segey en una entrevista con el diario El Día en 2012.

En Marruecos permanecerá siete años viviendo en un palacio. En ese tiempo, realiza exposiciones en lugares destacados, como la Academia de Arte de Barcelona y el National Churchill Club en Londres. Las cosas parecen encaminarse, pero mientras todo esto ocurre, Segey, sin saberlo, se queda sin patria.

Las derivas de su vida lo llevaron de los museos más destacados de Europa a ser reclutado por el ejército ruso.

El mundo exterior y el mundo interior no volvían a coincidir.

Mientras el universo observaba las noticias de la ruptura del bloque socialista, las preocupaciones de Segey eran otras. “Aunque vivía cómodamente en el palacio, como él era católico practicante en un país musulmán, Sergio no tenía la tranquilidad que quería. Y un día conoce a un sacerdote español que le dice que la Argentina es un país prometedor. Y, sin dudarlo, Sergio vende todas sus cosas y se viene a la Argentina”, cuenta Walter Di Santo.

Sus últimos años

Después de tanto trajín, el trotamundos de Segey Spivak Laurson llega a la ciudad de La Plata, donde pasa la última mitad de su vida.

Los años que siguieron al rodaje del documental que lleva su nombre son, definitivamente, años sin brillo. La casa que Segey cuidaba en ese entonces finalmente se vende y queda, una vez más, en la calle. Walter Di Santo, que presidía en ese momento la Asociación de Artistas Plásticos de Buenos Aires, logra que la provincia le otorgue un lugar. Una casa en ruinas, pero que poco a poco comienzan a restaurar y donde Segey pasa sus últimos días.

En la madrugada del 6 de marzo de 2022, el cuerpo frágil de Segey cae de su cama. Esta vez no tiene a nadie a quien pedir ayuda. Queda tendido allí por algunos días, hasta que su ausencia enciende las alarmas de sus amigos. Walter Di Santo y su esposa son los primeros en llegar. Con la ayuda de un cerrajero entran y se encuentran con el cuerpo ya sin vida. El certificado de defunción dice que fue víctima de una insuficiencia cardíaca.

Cuando Segey Spivak Laurson, pintor, escultor y restaurador ruso-estoniano, se fue de este mundo, tenía 64 años, heridas de guerra en su cuerpo, obras suyas expuestas en sitios a los que nunca regresaría, varios amigos, una patria, una película con su nombre y muchas, muchas vidas.


Begum/0221.com.ar/Mariela Vilchez

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